Le dije que los dedicara a Finito, pues el otro yo es más de quietud pensante, y Finito es más propenso a la acción. Quiere decir que si algún día publico el libro que ya tengo escrito y el otro que estoy escribiendo, lo haré como Finito.
“Buen seudónimo”, me dijo Víctor Gaviria con su mirada de súper 8, mientras me firmaba mis dos antigüedades: El pelaíto que no duró nada (el contacto social de Rodrigo D. No futuro, dramática historia de sus jóvenes actores) y El pulso del cartógrafo, dos de sus obras.
Quería conocer a este escritor, documentalista y director de cine único, y pensar que unos segundos, idénticos a los que dedicó a crear en su mente La vendedora de rosas, los gastaría conmigo hablando de esos desgastados ejemplares que tenía en mis manos, ya leídos y releídos, y que, en ese momento pensé, ahora con su firma, algún día, cuando yo ya no esté, si tienen suerte, terminarán en los libreros, donde un comprador furtivo los abrirá y dirá: “Ay, ve, están firmados por Víctor Gaviria”.
Y lo conocí por casualidad, pero casualidad de verdad, porque por casualidad hablé con el periodista y director de cine Róbinson Castañeda, y, conocedor de su espíritu literario, por casualidad, quise enviarle una foto de El pelaíto que no duró nada para preguntarle si lo tenía. Él me dijo que, por casualidad, a esa misma hora el escritor estaba en una lectura de poesía en Calarcá, en la inauguración del Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales XVII. Entonces, antes de las cuatro, ya estaba escampándome en el pueblo de los poetas.
Víctor Gaviria me firmó las obras después de una charla amena. Le hablé de mi libro inédito, que peca para su gusto, pues tiene mucho de ficción, y él es puro realismo, miento, él va más allá: es naturalismo salvaje, al mejor estilo de mi héroe periodístico y literario Émile Zola.
El pulso del cartógrafo me lo firmó sin preámbulo; pero a El pelaíto que no duró nada lo contempló con curiosidad: “Este no lo había visto. Hay que hacer una película de este”. Sería una joya, le dije.
“Pero este no lo había visto, y yo colecciono todas las ediciones, incluidas las piratas”, me dijo. Uy, qué pena tan verraca, pensé en un primer momento; pero después reflexioné que un escritor tiene que ser muy grande para que incluso una edición pirata sea vista como una joya. Y pensándolo bien, ya con la firma del autor, aquella imitación proscrita quedó con más valor que una original.
No pelearé por su custodia; por el contrario, estoy orgulloso de su destino. Ese códice del cine colombiano firmado para Finito pasará en unos meses a ser parte de la colección del mismísimo Víctor Gaviria, porque quedé en enviárselo a su casa después de disfrutarlo, ya que el ejemplar indigente, traído y olvidado, que además se creía huérfano, por fin ha sido reconocido por el hombre al que en su niñez de libro bueno soñó mientras dormía en el frío de un estante, ¿Que quién es ese hombre?, pues su padre, su verdadero padre.
Por Finito
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