La renuncia de un hombre anciano y cansado por el peso de los años desencadenó una búsqueda desesperada de razones según la iglesia.
Nunca antes he logrado ver, escuchar y leer tantas imprecisiones sobre la Iglesia como las que se han presentado por la renuncia del Santo Padre Benedicto XVI. Si bien a los entendidos y conocedores de la vida de la Iglesia, la noticia los tomó por sorpresa, quienes poco o nada conocen del tema en el afán por ofrecer información o análisis de lo sucedido, han dejado una estela de incertidumbre en la opinión pública.
La decisión del Papa trae al pensamiento las palabras que un día Jesús exclamó “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los sencillos” (Mt, 11, 25). Los primeros escandalizados fueron los periodistas, hasta el punto que a la fecha, al no entender este signo, continúan naufragando en un mar de especulaciones a donde también quieren arrastrar a sus audiencias con el pretexto de tener la verdad.
No sucede lo mismo con la gente sencilla de fe. Ellos han entendido la renuncia del Papa como una acción honesta y valiente. Ellos han tenido la capacidad de comprender que la Iglesia está revestida de lo humano y lo divino. La parte humana es frágil y pecadora, necesitada siempre de la parte divina, que la ha mantenido por más de 2000 mil años con la fuerza del Espíritu Santo.
Señores periodistas, en esta ocasión, un hombre anciano y cansado por el peso de los años, a quienes los medios de comunicación desde un comienzo presentaron como todo menos como alguien, los puso en aprietos y los llevó a enredarse en la búsqueda de una respuesta que sólo puede brotar de un corazón sencillo, capaz de comprender la grandeza de Dios y la limitación del ser humano.
Más allá del ¿por qué renunció el Santo Padre Benedicto XVI? Sería mejor responder al para qué. Hay signos que necesitan fe, razón y de un tiempo prudente para entenderlos bien. No hay que matar la creatura antes de que nazca.
El profeta Elías comprendió que ni en el terremoto ni en el huracán estaba Dios. Se acerca una brisa suave a la que el Santo Padre le ha abierto las ventanas de la Iglesia para que aireada con ese soplo del Espíritu Santo vuelva a ser signo de servicio, unidad y entrega total a su creador.
Fuente: El Espectador