Armero era un pueblo encantador. De calles tranquilas, clima cálido y gente amable, su naturaleza exuberante invitaba a quedarse. Era un rincón próspero del Tolima, conocido por su suelo fértil y su pujanza agrícola. En sus tierras crecían el algodón, el arroz y la esperanza de miles de familias que residían en ese valle la promesa de un futuro estable.
“La naturaleza, la frescura y la calma de Armero daban ganas de quedarse. Recuerdo esas semanas antes de la tragedia. Llegué de luna de miel, disfruté por esos días del pueblo, recorrí sus bonitas calles y ese clima espectacular. La vida transcurría como si nada, con una paz inmensa, sin imaginar que ese gigante estaba a punto de despertar”, narró Lucy a Quindío Noticias
Pero aquella calma se rompió de manera brutal la noche del 13 de noviembre de 1985. Eran las 9:00 cuando el rugido del Nevado del Ruiz estremeció el cielo tolimense. En cuestión de minutos, una avalancha de lodo, piedras y fuego descendió con fuerza incontenible por el río Lagunilla, arrasando todo a su paso y sepultando al municipio de Armero bajo toneladas de barro.
Más de 20.000 vidas se perdieron en esa noche de horror. Otras miles quedaron marcadas para siempre. El desastre, que se desató en cuestión de horas, acabó con el 85 % de la población. Aunque las alertas se habían emitido días antes, la falta de decisiones oportunas y la desconfianza hacia los informes técnicos impidieron la evacuación. Esa mezcla de incertidumbre, desinformación y resignación convirtió la tragedia en una herida más profunda que la misma avalancha
Calles enteras, escuelas, casas y risas desaparecieron bajo el lodo. Los sobrevivientes caminaban entre los escombros buscando a los suyos, mientras el país entero observaba, impotente, cómo la tragedia cobraba dimensiones inimaginables.
Entre las miles de historias que emergieron del desastre, una conmovió al mundo entero: la de Omayra Sánchez, la niña de 13 años que resistió más de 50 horas atrapada entre los restos de su casa. Su serenidad, su fortaleza y su mirada, serena a pesar del dolor, se convirtieron en el rostro humano de la tragedia. Su historia, transmitida al mundo entero, es hoy símbolo de valentía, esperanza y amor inquebrantable por la vida.
Cuatro décadas después, el tiempo no ha borrado la memoria. Donde alguna vez hubo calles y jardines, hoy crece la hierba sobre las ruinas. Un campo santo natural guarda los restos de miles de sueños truncados. Sin embargo, Armero sigue vivo en la memoria de quienes se niegan a olvidar
Cada año, los sobrevivientes y familiares regresan para encender una vela, pronunciar un nombre y pedirle al país que no deje morir el recuerdo. Porque aunque el barro arrasó con las casas y el progreso, no pudo sepultar la historia, ni el amor, ni la memoria colectiva de un pueblo
A 40 años de la tragedia, Armero no es solo un recuerdo, es una lección de vida y una advertencia que el tiempo no deja de repetir: la naturaleza habla, y cuando no la escuchamos, el precio suele ser demasiado alto.
Hoy, Armero sigue latiendo. En las lágrimas de los que quedaron, en las flores que brotan sobre sus ruinas, en el eco de una promesa: “Nunca más el olvido”.







